miércoles, 12 de octubre de 2011

Patricio Valdés Marín



La acción humana se distingue de la acción puramente animal porque es intencional, y es intencional porque surge del pensamiento abstracto y racional. Al pertenecer a la conciencia de sí este pensamiento planifica proyectándose hacia el futuro. Al concebir e imaginar el curso de la acción la razón puede no sólo prever sus consecuencias, sino que también valorarlas. El ser humano puede imaginar lo que podría ser y puede tener una concepción del “deber ser”. En la acción intencional él autodetermina racionalmente sus opciones. El ejercicio de la razón impone la intención a la acción. La intención tiene un propósito razonado. Entre la intención y la acción se encuentra la decisión o voluntad, por la cual aquella se actualiza en acción. La voluntad traduce la intención en acción efectiva a través de la red neuronal eferente y el aparato esquelético-muscular. La acción humana es libre porque antes de la acción existe una deliberación razonada. La libertad es la posesión de alternativas que son conocidas por el sujeto y es independiente de determinismos externos. La libertad de la acción humana consigue la auto-estructuración personal en los ámbitos intelectual, afectivo y moral. La acción intencional construye tanto las propias virtudes como los propios defectos. La acción intencional, libre y razonada, surge en una primera instancia de la conciencia reflexiva, o de sí, y más intensamente brota de la conciencia profunda.


Prolegómeno cognoscitivo


Los seres humanos nacemos como todo organismo viviente dentro de la realidad misma. La realidad es todo aquello que contiene el universo, identificándose con éste y siendo cada uno de nosotros parte de ella. Por tanto, ella se rige por las leyes naturales, aquellas que valen para todo el universo y que los científicos se desvelan en descubrir. Las leyes naturales son relaciones particulares de causa y efecto que se repiten inexorablemente bajo determinadas condiciones. Por lo tanto, la realidad es un fluir de relaciones causales en la que cada cosa le corresponde ser sujeto y objeto de causas y efectos de todo orden en las diversas escalas de estructuración, y en la que cada cosa se mueve y cambia sin cesar, surgiendo, mutando y sucumbiendo.

Algunas causas nos permiten vivir y hasta ser felices y las percibimos como placenteras. Éstas las buscamos. Otras, que las sentimos como dolorosas, nos hieren y hasta nos matan. Consecuentemente procuramos evitarlas. Como causantes de acciones, al igual que todos los organismos biológicos cerebrados, podemos desequilibrar la balanza del fluir natural en nuestro favor. Es a lo que los evolucionistas se refieren cuando hablan de la supervivencia del más apto. Si no nos esmeramos por sobrevivir, perecemos. Así es de simple esta divina creación cuyo sello es el cambio, la fuerza y el conflicto, y no la permanencia, la armonía y la paz, como creen algunos ingenuos.

Para un animal la multiplicidad mutable que caracteriza la realidad entraña tanto peligros como oportunidades, y si es hábil puede hacer lo mejor de sí, pudiendo encontrar abrigo, cobijo y alimentos. Aunque depende en gran medida de sus instintos, a través del ensayo y el error un animal, y también un ser humano, descubren las relaciones de causa y efecto y va conociendo dónde y cómo encontrar su sustento para satisfacer sus necesidades, dónde hallar cobijo, cómo evitar al depredador. Un error grave le puede costar la vida y no tendrá nunca más posibilidades de ensayar.

Los seres humanos nos diferenciamos de los demás organismos vivientes porque no dependemos tanto del instinto. Somos más capaces para llegar a un mayor conocimiento práctico gracias a que podemos generalizar con mayor facilidad las relaciones de causa y efecto y transmitir este conocimiento con total fidelidad y en todos sus detalles a nuestros semejantes. También nos diferenciamos porque logramos elaborar el pensamiento teórico del cual derivamos el conocimiento de las relaciones causales. En fin, nos diferenciamos porque podemos objetivar la realidad y oponernos a ésta como sujetos conscientes de sí mismos. Es decir, nos diferenciamos de los demás organismos vivientes porque podemos realizar las operaciones cognitivas de manera más eficiente que ellos. Sin embargo, nos diferenciamos de los animales, no sólo porque nuestra capacidad de pensamiento racional y abstracto nos permite conocer la realidad como otros animales la perciben: una multiplicidad de cosas que cambian, sino que para nosotros nos es posible encontrar en la multiplicidad mutable el orden, la unidad, la belleza, y hasta el sentido.

Nuestro intelecto va creando un mundo conceptual que está referido al mundo real. El mundo conceptual está lejos de ser una copia del mundo real, como los positivistas ingleses suponían. Tampoco el mundo conceptual es eterno, como Platón creía. El mundo conceptual está referido al mundo real tal como Aristóteles pensaba, que todo lo que está en aquél proviene de éste a través de la experiencia. Esto quiere decir que todo lo que existe en el mundo conceptual proviene del mundo real. Sin embargo, la naturaleza de ambos mundos es muy distinta. El mundo real es de cosas concretas, tangibles, capaces de ser causas y efectos. El mundo conceptual es de ideas abstractas, intangibles; no produce causas ni es afectado por efectos, sino que se desenvuelve en la construcción de relaciones ontológicas y lógicas.

Lo que une a ambos mundos es que las ideas se refieren a las cosas. De hecho, la verdad es la concordancia de la idea con la cosa que representa. La verdad en la realidad está oculta. Antes que ella surge el mito, y éste es una explicación suficientemente plausible de la realidad, siendo la cultura, junto a sus gurúes, la cinta transportadora encargada de envolvernos en sus lazos. De hecho, el grueso de las creencias que dan sustento a nuestros conocimientos es mitológico, resultando por ello tan difícil hallar la verdad. Y sin embargo, la verdad nos permite la vida en libertad.

La concordancia que produce la verdad no es una relación uno a uno, sino que es una relación ontológica. Muchas cosas distintas del mundo real pueden caber en una sola idea. Lo abstracto tiende a lo universal y referirse a muchas cosas. Por ser abstracta, la idea trasciende al tiempo y el espacio. Nuestra mente puede jugar con las ideas y puede no sólo relacionar muchas cosas concretas similares, como el gato Micifuz, el gato Tom y el gato egipcio del vecino en el concepto o idea ‘gato’, sino que puede relacionar conceptos, como gato, tigre, leopardo y león en el concepto aún más abstracto y universal de felino.

También nuestra mente puede efectuar relaciones lógicas con las ideas y llegar a conclusiones ciertas que no estaban implícitas en las premisas. Adicionalmente puede simbolizar ideas hasta el punto de perder todo vínculo con éstas y someterlas a la lógica, como en las matemáticas. Lo interesante de todo esto es darnos cuenta que la mente humana puede construir todo un mundo conceptual a partir de una realidad tan concreta como compleja. Ello es posible porque la realidad de cosas múltiples y mutables en un caos aparente posee un orden que es justamente el de sus leyes naturales.


Acciones instintiva e intencional


Toda acción biológica es en cierta medida una reacción a una acción del medio, sea este interno o externo. En este sentido los conductistas tienen razón. Por ejemplo, las acciones autónomas pertenecen al sistema nervioso autónomo regido por el gran simpático, y muchas acciones que son esenciales para la supervivencia pertenecen a este sistema, el que controla el ritmo cardiaco, la respiración, el movimiento intestinal y urinario, la temperatura del cuerpo y de la piel, entre otros. Algunos yogas dedican su vida para ejercitarse y dominar este sistema.

A diferencia de la acción autónoma, la acción consciente de un animal es una acción instintiva, pues proviene no del sistema nervioso autonómico, sino que del sistema nervioso central. La cognición en un animal se estructura hasta la escala de las imágenes, por lo que no es capaz de un pensamiento conceptual abstracto ni lógico. En consecuencia, su respuesta al medio trata de una reacción o respuesta informada (sólo hasta esa escala) a una acción del medio externo y por la cual activa sus propios mecanismos que es capaz de controlar.

En el animal el significado de “informada” es tanto el conocimiento derivado de la conciencia de lo otro como la escala de la información que dispone y que pertenece a la imagen. El instinto no es otra cosa que la asociación de una imagen, tanto percibida como recordada, a una emoción. El instinto se refiere a formas innatas (hereditarias) de comportamiento que el individuo adapta a las condiciones particulares. La conciencia que la estructu­ración de imágenes puede proveer se refiere sólo a la existencia de las cosas como externas al sujeto, incluyendo su propia exis­tencia, pues no es reflexiva. El animal actúa por instinto porque su cognición no tiene la capacidad para una acción deliberada. Debe responder a llamados según sus deseos y sus experiencias dentro del estrecho margen relativo de sus imágenes, las que están refor­zadas por sus emociones.

El ser humano es plenamente un animal, pero con una diferencia fundamental que lo distingue del resto de los animales, y es que es capaz de pensar tanto en forma racional o lógica como abstracta o conceptual. Esta forma de pensamiento lo capacita para deliberar antes de actuar. La acción propiamente humana no es simplemente una acción instintiva, aunque también puede serlo. Ella no es tampoco únicamente una reacción autónoma que surge simplemente de imágenes ante algún estímulo. La acción propiamente humana es una acción por la cual la persona autodetermina racionalmente sus opciones o alternativas. El ser humano, por su capacidad para abstraer imágenes y llegar a la escala de las ideas, donde su pensamiento ejecuta relaciones lógicas con ellas, puede razonar. De este modo, a diferencia de la acción instintiva, la acción humana es intencional.

Esta actividad intelectual le per­mite, a través de la reflexión, tener conciencia de sí mismo como sujeto de la acción, sabiendo en consecuencia que su acción puede no sólo afectar tanto a un objeto como a sí mismo, sino que también saber el modo que su acción puede afectar al objeto y a sí mismo. La efectividad de la acción humana se caracteriza porque es volitiva. Antes de actuar, el ser humano razona, delibera, pondera, cavila, reflexiona e intenciona según el conocimiento que tiene de la situación y de la finalidad que busca y desea, adecuando su acción a sus capaci­dades y a las condiciones externas. La intención tiene, por lo tanto, un propósito razonado que el individuo puede alcanzar por su propia voluntad.

Todos los animales superiores actúan de modo instintivo para satisfacer alguna necesidad que su deseo les presenta; sólo los seres humanos actuamos además tras haber razonado sobre el propósito de una acción. A pesar de que el actuar tras haber imaginado la forma más adecuada de obtener lo que se desea es común a todos los animales superiores, únicamente el ser humano es capaz de imaginar no sólo lo que es, sino lo que podría ser. Además, no sólo puede imaginar el curso de la acción, sino que aún más importante, él puede tener una concepción abstracta del “deber ser” y puede prever hasta qué punto el efecto de su acción será compatible con su concepción de su deber ser. Su intelecto puede pasar de imágenes a conceptos abstractos, originados por las síntesis de imágenes, y retroceder para llegar a una nueva imagen inédita que él crea y establecerla como objeto deseable de la acción, pudiendo juzgar si es o no compatible con su conocimiento de lo justo, lo ético y lo moral.

La voluntad de ser es netamente humana, y se diferencia del ansia de ser que es común a todo ser con sistema nervioso central. El ansia es sinónimo de desasosiego, inquietud, angustia, zozobra, congoja, intranquilidad, desazón, agitación, alarma, preocupación, perplejidad. Esta ansia proviene de la necesidad biológica de todo animal por sobrevivir frente a una realidad que aparece tanto peligrosa para la propia integridad como también benéfica para su preservación. En cambio, la voluntad de ser nace de la conciencia de sí, por la cual el ser se observa a sí mismo y sus propias carencia y debilidades, junto con sus virtudes y fortalezas, frente a metas que se destacan como posibles y deseables. Surge al poder concebirse a sí mismo con potencialidades que son posibles de desarrollar y afianzar. Resulta de la evaluación del esfuerzo que se debe desarrollar para alcanzar la meta. Este objetivo buscado por la razón implica someter y dominar las pasiones y emociones que son funcionales en el propósito biológico del ansia de sobrevivir. En el caso de los seres humanos, la razón toma el mando y determina lo que es más conveniente para alcanzar lo que propone. Este cambio en el control de la acción resulta pasar a un medio dominado por la moral.

Un par de ejemplos podrán describir la diferencia entre un animal y un ser humano. Me remitiré en primer lugar al conocido reflejo condicionado propuesto por Iván Pavlov (1849-1936). Tras experimentar con perros observó que éstos salivaban al escuchar una campanilla. Anteriormente la había hecho sonar cuando se les presentaba comida. Determinó que ellos aprenden a relacionar el sonido de la campanilla con la comida y concluyó que logran establecer una asociación entre ambas imágenes. Por su parte, Wolfgang Köhler (1887-1967), de la escuela de la Gestalt, en sus experimentaciones con chimpancés, infirió que el discernimiento cumple una función principal. Un antropoide estudia primeramente el problema por un tiempo y comprende de un golpe la solución. La explicación radica en que el antropoide en cuestión obtiene una solución, en este caso, ¿cómo alcanzar el racimo de plátanos?, a partir de ele­mentos dispersos, en el ejemplo, un cajón y una corta vara. El animal consigue sintetizar las imágenes funcionales de cada elemento: el cajón logra acercar su cuerpo al racimo de plátanos, la vara cubre la distancia faltante entre su mano y los plátanos, y en un instante producir una estructura psíquica en una escala superior, la combinación de estas imágenes funcionales en una imagen funcional completa. Tiene un chispazo, pero no en forma analítica ni lógica, que es un método alternati­vo que sólo podría efectuar un ser humano para obtener una solu­ción. Simplemente, el chimpancé, o cualquier otro animal supe­rior, incluyendo al ser humano, pueden imaginar estructuras funcionales a partir de imágenes que constituirán sus subestructuras.

A diferencia de la acción de un animal, la acción humana resulta mucho más compleja, pues intervienen no sólo asociaciones de imágenes, sino que también su pensamiento abstracto y lógico. Este es el caso de un ama de casa que pasea aparentemente tranquila por los pasillos del supermercado con su carrito de compras. Al pasar por la sección del arroz, se detiene, y en una acción que no demora más de un par de segundos, saca un paquete de arroz de un kilogramo de arriba de una de las pilas y lo coloca cuidadosamente en un lugar del carrito. En dicho tiempo su mente ha tenido una sucesión muy rápida de imágenes y pensamientos. La percepción de los paquetes de arroz de todas marcas y tamaños en el estante le ha recordado que la existencia de arroz en su cocina es escasa; el precio que observa en un paquete de una marca que conoce por buena calidad y está dentro de su presupuesto de compras y del dinero que lleva en su cartera; además, recuerda que el arroz está dentro de su programa semanal de compras; estaciona el carrito próximo al estante de arroz para dejar que la persona que viene detrás de ella pueda seguir adelante; al observar la marca, recuerda que la anterior vez el arroz estuvo delicioso; entre los diversos tamaños, decide por el paquete de un kilogramo, pues razona que es un peso adicional que puede cargar fácilmente una vez que haya hecho la totalidad de la compra y, por otra parte, no está tan absolutamente segura de la buena calidad del arroz como para arriesgarse a llevar el paquete de tres kilogramos; equilibrando el cuerpo y ejerciendo la fuerza supuesta en su brazo, retira cuidadosamente el paquete superior de la pila para evitar que ésta se desmorone; observa la persona que está pasando por su lado para ver si la conoce; mientras lleva el paquete al carrito, revisa que su envoltorio esté intacto; lo deposita acostado en la parte delantera del carrito, sobre el paquete de azúcar y al lado del de fideos, imaginando que sobre aquél podrá colocar el paquete de puré en polvo que aún debe comprar; había programado que la carga de almacén será la que pondrá primero en la correa transportadora cuando llegue a la caja; conforme con su elección, reanuda su paseo de compras, mientras observa el estante del aceite, un poco más adelante.


La acción humana


Toda fuerza existente en el universo pertenece a uno de los cuatro tipos de fuerzas fundamentales, al menos hasta donde se conoce. Ninguna de las fuerzas que causen o que afecten a los seres humanos escapa de esta condición. De otra manera, nuestras acciones no podrían tener efecto alguno sobre las cosas que nos rodean, ni tampoco nosotros mismos estaríamos sujetos a la causa­lidad natural, pues toda estructura en el universo, incluido el ser humano, es funcional tan sólo en relación a aquellas fuer­zas. Postular algún tipo de fuerza o energía que no pertenezca al mundo físico y que no pueda ser conocida por la física es entrar directa­mente en el terreno de la imaginación, del esoterismo o de la fábula, propio de la ciencia-ficción, de magos, adivinos y parapsicólogos, o de mitologías. Por tanto, la acción humana siempre pertenece al orden universal de las estruc­turas y las fuerzas. Un individuo, que es una estructura funcional particular, ejerce fuerza a través de su propia acción, y su efecto es la estructuración o desestructuración de algo. Asimismo, su misma acción también estructura y/o des-estructura parte de su propio ser en tanto estructurado, por lo que es propio decir que un ser humano se puede auto-estructurar mediante su acción.

Sin embargo, a diferencia de la causalidad natural que de modo absolutamente determinista tiene siempre por término efectos según las leyes naturales que rigen el universo, sólo la causalidad humana tiene una finalidad que pertenece a un orden distinto del determinismo natural. Aunque basada en las fuerzas fundamentales y perteneciendo a las fuerzas propias de la naturaleza, la acción causal propiamente humana se distingue de todas las acciones causales del universo en cuanto posee una finalidad intencionada (no me estoy refiriendo al concepto husserliano de intencionalidad que se relaciona con los objetos representados) que se proyecta hacia el futuro, porque es deliberada.

Así, pues, la acción humana es intencional porque persigue una finalidad que ha sido meditada, pensada, ponderada, razonada, planificada y hasta imaginada como proyecto de futuro, en términos de una determinación de las múltiples posibilidades. Y aunque la mente se mueva dentro de un con­texto estructural de valoraciones, significados, sentidos, sentimientos y emociones, es suficientemente libre para razonar y llegar a determinar libremente el curso de la acción. En síntesis, la acción humana es intencional porque el individuo se sabe, reconociéndose a sí mismo, como sujeto de una acción, a la cual le ha dado un propósito que ha deliberado o razonado. Por lo tanto, únicamente el ser humano, de todos los demás seres del universo, es capaz de liberarse del condicionamiento natural, determinista, afectivo y hasta ritual, cuando ejecuta una acción intencional.

La intención se basa en la capacidad, no de conocer el futuro, sino de pensarlo e imaginarlo. En comparación, la acción de un animal es sólo inmediatista, conteniendo una decisión muy simplificada, cuando no es tan sólo una simple respuesta a un estímulo. A pesar de que la acción humana nace de una mente que surgió evolutivamente para permitir al ser humano sobrevivir y reproducirse mejor, la capacidad racional supera tanto el instin­to como la automaticidad de los mecanismos biológicos desarrolla­dos por la evolución para dichos propósitos. La vida es energía que se consume en el esfuerzo para sobrevivir y reproducirse; la vida humana es energía que se consume además tras un proyecto de futuro que la razón ha estructurado como posibilidad. En cada instante es experiencia pasada y posibilidad futura.

Naturalmente, un ser humano no es solamente una entidad racional que actúa objetiva y fríamente según parámetros abstractos y lógicos. Él es también un ser sujeto a la afectividad. Como cualquier animal, busca, en función de la mecánica de la supervivencia y la repro­ducción, el gozo y el placer, y rehúye el sufrimiento y el dolor. Como todo ser emotivo, experimenta intensamente las emociones de vivir, siendo, por ejemplo, profundamente afectado por el aroma de las flores, la tibieza del Sol, la frescura del agua, la suavidad de la brisa, la placidez del descanso, el sabor y la satisfacción de la comida, el calor de la compañía, la ternura de la amistad. Además, la razón incrementa la escala de la afectivi­dad para comprender los sentimientos, y produce una funcionalidad de una escala superior a la acción, confiriéndole una perspectiva plena de sentido y propósito dentro de un contenido moral, pero donde la felicidad, la tristeza, el amor, el odio y muchos otros sentimientos más confieren la coloratura a la fría razón. Se supone que un ser humano es civilizado en proporción a su capacidad para dominar sus sentimientos y emociones en función del buen razonar. Es lo que lo hace caballero con honor y dignidad.


Características de la acción


El ser humano es único entre todos los seres del universo. La ciencia, cuando estudia al ser humano, no puede pretender cons­tituirse en exacta debido a la incertidumbre que el elemento racional impone. La evaluación razonada que cada ser humano efectúa en cada situación concreta contiene una multipli­cidad de elementos axiológicos y lógicos, volitivos y condiciona­dos, libres y compulsivos, cognoscitivos y emotivos. Se compren­de entonces que los resultados de su evaluación sean tan radical­mente singulares. La fuerza que ejerce la libertad humana en la acción (que es lo único posible de ser estudiado por la ciencia) escapa necesariamente de la posibilidad de ser prevista, e inclu­so medida, por la ciencia humana.

Sin embargo, las ciencias sociales son verdaderamente cien­cias en cuanto estudian la mecánica determinista de la acción humana, que es la relación causal de su conducta. Esto que parece contradictorio, o al menos paradojal, ocurre porque la acción humana libre es análoga a la acción de una causa natural respecto a una escala superior. La diferencia es por supuesto que, mien­tras la libertad de una acción humana es singular, una acción natural pertenece al azar. En este sentido, ambas son indetermi­nadas. Pero desde la perspectiva de una escala superior, ambas pueden circunscribirse a la estadística. La ley de la oferta y la demanda de la economía, por ejemplo, funciona como ley natural, a pesar de que cada individuo humano puede actuar con la más com­pleta libertad en el mercado y hasta comprar algo por lo malo, feo y caro.

De manera que puesto que la multiplicidad de acciones huma­nas que concurren en el mercado puede someterse a la estadísti­ca, objeto de estudio de la econometría, la relativa escasez o abundancia de las mercaderías alcanzan un grado muy alto de determinismo y predicción, lo que se refleja en los precios. La consideración del fenómeno en una escala superior permite a la economía expresar conclusiones perfectamente válidas que se pue­den utilizar para formular políticas económicas casi tan certeras como la predicción de un eclipse de Sol. En este ejemplo de las acciones económicas, al parecer sólo el grado de tranquilidad económica, que depende de factores puramente emotivos, pero que puede afectar profundamente la actividad económica, es imposible de pronosticar.

La acción propiamente humana no consiste en la capacidad de elegir entre una multiplicidad de medios para obtener un fin deseado. Esa capacidad la pueden ejercer todos los seres con sistema nervioso central con mayor o menor habilidad. La acción humana consiste en actuar según una intención consciente ligada a una finalidad razonada. Por ello, el ser humano, al igual que el resto de los animales superiores, no sólo es capaz de desear un fin y buscar los medios para alcanzarlo, sino que también de concebir un fin y hasta de crear los medios para obtenerlo. Lo primero es una acción dirigida a la satisfacción de apetitos que son funcionales a la supervivencia y a la reproducción; lo segundo es una acción intencional que se origina en la capacidad de razonar, fruto del pensamiento conceptual-lógico, y esto es exclusivamente humano. Las acciones humanas no deliberadas no son intencionales y pertenecen a la causalidad determinista del universo.

Del mismo modo como el término de la acción de todos los seres vivientes, incluido el ser humano, es la supervivencia y la reproducción, el término de la acción propiamente humana es la determinación razonada de las múltiples posibilidades u oportuni­dades que se le van presentando a un individuo, incluso al margen del contexto biológico de la supervivencia y la reproducción. De hecho, la acción intencional es mucho más que una respuesta a los simples anhelos de supervivencia y reproducción, pues se desenvuelve dentro de un contexto moral.

Una acción causal propiamente humana transcurre en el tiem­po: posee un antes que razona, una fuerza volitiva actuante en el presente y un después causado. Antes de desencadenar la acción, el sujeto humano estructura los elementos racionales que imprimi­rán a la acción su intencionalidad, formulando planes de futuro y programas de conducta. En la estructuración de los planes de futuro existe un proceso de evaluación y ponderación razonada, un juicio a partir de lo que conoce y de lo que pretende, de las diversas posibilidades de acción y una concepción de qué ocurrirá al término de la acción, acompañada o no de imágenes.

Uno podría suponer que todo este complejo proceso es propio de alguna fuerza inmaterial. Sin embargo, todo aquél ocurre en nuestra mente que ocupa la aparentemente débil fuerza electroquí­mica que opera en la compleja estructura nerviosa de nuestro cerebro, el que según los estudiosos pesa entre 1200 y 1400 cc y tiene la apariencia de una masa gelatinosa de color grisáceo. Allí se relacionan tanto imágenes como relaciones de imágenes, que son las ideas, y relaciones de relaciones de imágenes e ideas tan abstractas que no tienen relación a imagen alguna, que son los juicios. Son estas últimas relaciones las unidades dis­cretas del raciocinio y las que imprimen la intencionalidad a la acción al valorar tanto sus probables costos y beneficios para sí y para otros, como también su oportunidad. Posteriormente, la red eferente del sistema nervioso porta las señales de lo decidido al sistema muscular-esquelético para que ciertos músculos se contraigan o se dilaten de cierta manera con el objeto de llevar a cabo la acción intencionada.


La decisión


Entre la intención y la acción está la decisión, que también se denomina voluntad. La decisión es actualizar, colocando en el presente una intención dirigida hacia un futuro indeterminado. Esto es especialmente importante en dos sentidos: por una parte, establece la oportunidad de la acción. Un gato que no da el zarpazo precisamente cuando el esperado ratón ha llegado a su alcance, se queda­rá sin su alimento. Por la otra, ordena la secuencia respecto de las otras acciones de un proceso.

La decisión traduce la intención en acción valiéndose de la capacidad de la red neuronal eferente, que se ramifica por toda la estructura muscular, para amplificar la débil fuerza de una intención, ubicada en la estructura cerebral, en una fuerza capaz de comandar el aparato motor, o sistema muscular-esquelético, del individuo. Es interesante advertir que la estructura muscular-esquelética es la unidad funcional que tiene un individuo para afectar el medio externo, y que la estructura nerviosa eferente, semejante a la aferente que sirve para captar y conducir las sensaciones al sistema nervioso central y que es coordinada por éste, comanda la estructura muscular-esuqlética mediante señales nerviosas precisas que son amplificadas por los músculos que ha seleccionado en la dirección, con la fuerza y la velocidad preseleccionadas. También el apetito simple­mente biológico, que emana del instinto, utiliza el mismo meca­nismo que la voluntad, comandando la estructura muscular-esquelética, en cuanto función del individuo hacia el medio externo, en procura de ser satisfecho.

La decisión da la orden que manda a las manos asir con una determinada presión un hacha por el mango, y a los brazos descargarla con determinada potencia y precisión sobre un pedazo de leña; también comanda un dedo dirigirse hacia un botón y apretarlo con una intensidad determi­nada, una mano girar un volante a una cierta velocidad o mover una palanca en una dirección y hasta un punto seleccionado, movimientos que permiten operar una potente máquina, prolongación del cuerpo humano, para actuar sobre el medio, centuplicando la fuerza muscular. La decisión pone una idea en persuasivas pala­bras cuando comprime el aire de los pulmones sobre las cuerdas vocales y mueve, concertando, lengua, mandíbulas y labios para regular un tono, una intensidad y un ritmo de voz seleccionadas intencionalmente, al tiempo que ordena a los músculos faciales gesticular y al cuerpo acompañar con ademanes significativos para reforzar la intención.

La intensidad y la magnitud de una acción intencional depen­de de la mayor o menor cantidad de fuerza que una persona logra controlar. Esta cantidad es igual al poder que la persona real­mente posee. Poder debe entenderse como la capacidad para ejercer fuerza. El poder es utilizado corriente y primariamente como un medio para satisfacer las necesidades biológicas de supervi­vencia y reproducción. Una persona con escaso poder apenas conse­guirá acaso sobrevivir. Una persona con gran poder podrá hasta dirigir según su propia conveniencia la voluntad de otros, más atareados en sobrevivir, a cambio de ofrecerles o prometerles mejores oportuni­dades de supervivencia. La posesión de poder depende de circuns­tancias objetivas que varían en proporción a la posesión de poder. Desde antiguo se han tipificado deseos enfermizos de poder: la codicia es el ansia de conseguir el mayor poder posi­ble; la avaricia es el ansia de retener el poder; la envidia es el ansia por poseer el poder de otro; la soberbia es el ansia de utilizar desproporcionadamente el poder, la lujuria es el uso del poder para la satisfacción de deseos puramente sensuales. Cuando existen tantas pasiones, la mejor razón a menudo carece de suficiente fuerza para imponerse.

Cuando la acción desencadenada tiene por término lo que se ha intentado, retroalimenta la intención de modo que la decisión busca con avidez llevar a cabo lo que se intenta. Si el fin realizado fue el intentado, la decisión se verá reforzada para una próxima acción, al tiempo que ha ganado experiencia. Las experiencias tanto de éxitos como de fracasos producen com­portamientos psicológicos determinados que pueden ser analizados, pues cumplen con patrones específicos. Por último, como el término de la acción es una determinación consciente y voluntaria de las diversas posibilidades, la libertad es la capacidad para determi­narlas.


La libertad y la autodeterminación de la acción intencional


La acción humana es libre. No lo es en el sentido dado por David Hume (1711-1776) “de un poder de actuar o de no actuar, de acuerdo a las determinaciones de la voluntad.” Lo es en cuanto se dan dos factores: primero, la existencia de deliberación razonada antes de la acción; segundo, la existencia de condiciones objetivas para llevarla a cabo. Por lo tanto, la libertad humana es el poder de actuar de acuerdo a la propia voluntad racionalmente determinada. La libertad de la acción intencional es manifiesta según las siguientes dos condiciones: primero, la condición de ser objetivamente libre, lo que implica tanto el saber como el actuar dentro del ámbito del ejercicio del derecho de ser libre; segundo, el sentirse subjetivamente e íntimamente libre, estado que se obtiene en su plenitud con la conciencia profunda.

La libertad no consiste en elegir una alternativa, sino en la posesión objetiva de alternativas. Además del conocimiento y la experiencia, muchas veces las posibili­dades de mayores alternativas son productos del pensamiento creativo. No obstante, aunque es útil la posesión de la mayor cantidad de alternativas posibles para llegar a una buena elección, la que refleja un estado de estar liberado de condicionamientos, lo que importa es que a través de la acción libre se está determinando una de estas alternativas según una finalidad. En consecuencia, la libertad propiamente no es una “libertad de”, sino que es una “libertad para”.

Lo anterior no significa que la acción humana sea libre en forma absoluta; la acción libre está condicionada por factores de toda índole: genéticos, culturales, afectivos, cognoscitivos, emotivos, físicos; y se desarrolla en combinación con otras múltiples fuerzas. Estos factores conforman una com­pleja estructura que casi determina la acción “libre”, al modo de la tragedia griega, donde el ser humano es casi el juguete del deter­minismo del destino y la fortuna. La acción humana se mueve en espacios relativos de libertad. Hasta el poderoso más liberado tiene límites en sus espacios de libertad. Hasta el esclavo más sometido tiene sus propios espacios de libertad.

Nuestra libertad, cuando es ejercida, queda determinada. No sólo no podemos hacer todo lo que queremos, y cuando hacemos algo, optando por algún curso de acción que determinamos, cerramos las posibilidades para hacer otras cosas. Un bachiller que elige la carrera de medicina, en el mismo acto de elegir, está cerrando sus opciones por otras carreras de modo virtualmente irreversible. No sólo es válido el conocido dicho: “tu libertad termina donde comienza la mía”, también es cierto que al tiempo de ejercer la libertad se está limitando los espacios de libertad por una de las alternativas posibles. Una vez que se elige libremente una alternativa de las posibles, la libertad se determina a la acción dentro de dicha alternativa. Ciertamente, la elección de cualquiera de las alternativas trae consigo nuevas alternativas que determinar.

La acción es menos libre en la escala de la conciencia de lo otro, pues los mecanismos causales son bastante determinados y las condiciones están bastante dadas. Un animal enfrentado a otro tiene sólo dos posibilidades: atacar o huir. En la escala de la concien­cia de sí, el efecto de una acción humana lleva impresa el sello de su libertad, pues, a pesar de todos los mecanismos y factores condicionantes, y hasta determinantes, existe una intencionalidad y una deliberación previa al desencadenamiento de la acción llenas de significados y valoraciones. En fin, en la escala de la conciencia profunda, terreno de lo moral, la acción humana es tan indeterminada como imprevisible.

Desde una perspectiva inversa, el ser humano está condicio­nado por fuerzas propias del modo determinista del funcionar de las cosas, donde el azar del indeterminismo fundamental está, nos guste o no, desprovisto de significaciones ulteriores, sean éti­cas o morales. Además, una acción libre puede ser motivada por sentimientos y hasta emociones, pero no puede ser controlada por estas manifestaciones de la afectividad. La razón debe permanecer fría para deliberar y ponderar, sin verse presionada por las necesidades de respuesta que presenta la afectividad. Se sabe que las pasiones son malas consejeras y ofuscan la razón.

En consideración a la deliberación previa que la razón efectúa, la acción verdaderamente libre tiene como condición el cono­cimiento. Mientras más y mejor se conoce, menos posibilidades hay de estar apresado por la ignorancia a algunas pocas alternativas. El conocimiento posibilita la capacidad para actuar más libremente, pues abre mayores alterna­tivas. En realidad el conocimiento incrementa la conciencia que se puede tener tanto de algo como de sí. A mayor conocimiento de la historia, la geografía, la realidad, etc., mayor conciencia se tiene de las cosas y de sí mismo en relación con éstas, y mejores y mayores son los elementos que entran en una deliberación. Un mayor conocimiento produce un estado de mayor libertad, pues el conocimiento rompe con los condicionamientos de prejuicios y mitologías.

La acción propiamente humana, por ser intencional, es autó­noma. Nace de su razón y la ejecuta su voluntad libre. Para ejercer su autonomía, requiere como condición fundamental la inde­pendencia de voluntades ajenas y de determinismos propios del universo natural. La acción de un funcionario, por ejemplo, no es libre, sino que el deber de su cargo le impone una conducta determinada. El deber sustrae su autonomía. Su responsabilidad no es por la acción misma que efectúa, sino por el cumplimiento del deber. Quien obedece a una autoridad no es autónomo: su libertad la ejerció en el momento de decidir autónomamente obedecer, si acaso tuvo tal oportunidad. No obstante, desde la perspectiva de la escala mayor de la conciencia profunda, un funcionario es siempre moralmente responsable por las acciones que realiza. Nadie puede legítima­mente recurrir al expediente de la obediencia ciega para justifi­carse moralmente. Otra cosa es que reciba o no una sanción legal o ética.

Del mismo modo, el determinismo natural impone ciertas con­diciones para la acción autónoma, pero no constituye un impedi­mento invencible para un sujeto con plena conciencia que actúa dentro de los márgenes abiertos que aquél deja a la acción deli­berada. En cualquier caso, la renuncia a la autonomía es una renuncia a ser más humano, que es la posibilidad de crecer y auto­-estructurarse. También se renuncia a la autonomía cuando se elige evadir la realidad tanto cuando se busca sumergirse en drogas y alcohol como cuando se persigue el refugio de los prejuicios y la igno­rancia evitable.

La fuerza intencional tiene como característica la origina­lidad. La conducta imprevisible, que no obedece a mecanismos naturales, proviene de la capacidad que tiene el ser humano de pensamiento racional, el que le permite organizar sistemas pro­pios de relaciones de conjuntos de ideas. Éstos evalúan las cosas y sus acciones, conciben finalidades y dirigen su propia acción. El ser humano es un creador original que moldea e influ­ye, con un mayor o menor conocimiento de las técnicas y la comu­nicación, su propio medio y la voluntad de sus semejantes según finalidades intencionales. Como productor busca hasta superar los límites del universo. Su éxito es relativo de la misma manera como el universo y él mismo son relativos.

La fuerza creativa plasmada en el arte es aquella producción humana no necesariamente utilitaria, pero cuya belleza intrínseca porta ocasionalmente un contenido trascendente y misterioso que es intuido con mayor o menor intensidad. Esta especial manifesta­ción de creatividad es un indicio significativo de no sólo sus aspiraciones para transcender los límites del universo, sino tam­bién de una necesidad para intuir una realidad que lo transciende.


La auto-estructuración a través de la acción


La cultura occidental ha sido influenciada profundamente por las doctrinas de Platón (ca. 428 a. C./427 a. C. – 347 a. C.) y san Agustín de Hipona (354-430), de las cuales las posturas más conservadoras y autoritarias suelen nutrirse. Ambos fueron testigos de la destrucción de sus respectivos modos de vida. Platón asistió a los terribles efectos de las guerras del Pelopo­neso que destruyó para siempre el poderío y la hegemonía de Atenas. Por su parte, san Agustín fue espectador de la decadencia y disolución del Imperio romano, el que culminó con las invasiones de pueblos bárbaros. Éstos, se supone, incluso terminaron trágicamente con la vida del santo. Agustín había sido poderosamente influenciado por Platón vía Plotino y los neoplatónicos, recogiendo su pesimismo respecto a la naturaleza del ser humano. La cultura occidental, con sus poderosas raíces introducidas hondamente en el agustinismo, porta una poderosa carga de prejui­cios sobre la perversa naturaleza humana que por sí misma no logra alguna acción del agrado de Dios, de modo que a muchos les es difícil aceptar que la libertad de la acción humana pueda conseguir la verdadera auto-estructuración personal.

La acción propiamente humana, cuando pro­duce un efecto en algún objeto, genera también, de alguna manera, un efecto en el mismo sujeto. A través de su acción, el ser humano se va no sólo autodeterminando, sino que también auto-es­tructurando. Heidegger señalaba que un ser humano es posibilidad, pues tiene el poder ser. Diré además que tiene la posibilidad de irse estructurando a sí mismo. Se auto-estructura en forma análoga a la forma como se estructura todo ser biológico a través de la acción sobre otras cosas. Cuando un organismo biológico come, se alimenta; cuando corre, fortalece sus músculos; cuando actúa, se auto-estructura. Pero mientras la auto-estructuración biológica compete al fenotipo del organismo individual, la estructuración personal es a la vez intelectual, afectiva y moral.

La acción intencional no es neutral con el sujeto, pues su personalidad se auto-estructura con sus propias acciones. Las virtudes y los defectos se van construyendo por la acción intencio­nal. Cuando en la intención hay amor, que es el anhelo de hacer el bien, lo que supone valorar tanto las cosas externas como uno mismo en una justa medida, se va estructurando una personalidad virtuosa. Por el contrario, el odio, el egoísmo y la egolatría engendran una personalidad desintegrada. En consecuencia, ni la armonía ni la asi­metría de la auto-estructuración son independientes del deber ser.

Además, el ser humano se auto-estructura a través de su acción cognoscitiva. Cuando estudia, se instruye; cuando experi­menta, aprende. Conocer algo es adquirir conciencia de aquello. Como la escala de conocimiento depende de la escala de conciencia que el sujeto ha ido estructurando, también ocurre lo propio con la escala de auto-estructuración.

Sobre esta auto-estructuración conviene hacer un par de re­flexiones. Primero, para conocerse a sí mismo, es inútil la mera introspección pasiva, como se tiende a hacer, por ejemplo, cuando existe una asimilación forzada de ciertas filosofías de origen oriental, específicamente la meditación yoga, pues nada personalmente estructurado, que no sea la estructura corporal a escala fisiológica, puede encontrarse cuan­do nada se ha hecho intencionalmente en acciones libres. Sólo con la acción inten­cional y libre de la propia voluntad es posible tal conocimiento. Segundo, sólo la auto-estructuración virtuosa puede producir la autorrealización, y no cualquier acción intencional que pres­cinda de una recta intención, como uno podría deducir, por ejem­plo, de la teoría psicoanalítica de Alfred Adler (1870-1937), para quien el supuesto sentimiento de inferioridad, universal y congénito en el ser humano puede ser contrarrestado desarrollando una egoísta voluntad de poder. Por el contrario, una realización personal que estructure una personalidad sana se logra a través de una acción intencional que contenga amor y justicia, y, por lo tanto, presencia de otro, y no a través de una acción puramente egocéntrica. Respecto a la idea de “sentimiento de inferioridad”, ésta tiene una connotación ideológica construida sobre la condición de desamparo existencial, natural no sólo del ser humano, sino que también de los demás animales.

La vena hedonista actual en nuestra cultura proviene de entender que la realización personal, propiciada por ciertas escuelas psicológicas y sostenida por raíces calvinistas, consis­te en consumir estructuras y fuerzas del medio para el propio beneficio, sin consideración alguna por las necesidades ajenas, como si el éxito en estructurar su personalidad se erigiera sobre la falta de amor y de solidaridad. El sacrificio y el sufrimien­to, que en último término son los ingredientes que consiguen estructurar una personalidad verdaderamente realizada, son des­preciados. Por el contrario, una autorrealización constructiva se fundamenta en una autodeterminación que busca el bien del próji­mo, aunque ello signifique autosacrificio.

Max Weber (1870-1920) describió la raíz calvinista tras el éxito indicando que éste es una señal externa de que un individuo ha sido predestinado para la salvación; por lo tanto, para salvarse, el individuo se esfuerza por conseguir el éxito. La autorrealización de Adler es el cumplimiento interno de la demanda religiosa, pero desprovisto de toda transcendencia. Además, el éxito se entiende como el logro que permite la felicidad, siendo supuestamente ésta el propósito de la vida. En cambio, la verdad es que la felicidad es funcional a la vida, siendo el propósito de ésta simplemente vivir, pues, si se vive con plenitud, actuando libremente, se es consecuentemente feliz.

La acción intencional tiene un propósito que es más complejo que la satisfacción lisa y llana de una necesidad, pues pertenece a una escala mayor que la acción destinada a buscar los medios necesarios para la supervivencia. En general, la psicología cen­tra su atención en los efectos de lograr o no el propósito que se busca y considera peligroso la frustración que surge tras la falla en obtener finalidad perseguida. Supone que frustracio­nes repetidas y serias pueden generar conflictos emocionales dolorosos e  incapacitantes, y causar desórdenes y desequilibrios psicosomáticos, todo lo cual produce sufrimiento al individuo. Esta cadena de relaciones causales –frustra­ción > sufrimiento > trauma > incapacidad– aparece natural, y los medios y terapias para aliviar al individuo de su sufrimiento son efectivos. Sin embargo, este tipo de escuela psicológica se inserta en el pensamiento contemporáneo que moldea la cultura y al individuo, y donde éste se caracteriza por su inmanentismo y su consecuente hedonismo. Pues, si el ser humano es concebido como proyecto, pero sin posibilidad para transcender su necesaria destrucción final, que es la muerte, su deber ser es buscar su propia felicidad, concebida como bienestar, complacencia y olvido de los conflictos.

La concepción inmanentista reduce la acción intencional a la dimensión única de la escala de su vida “terrena” y le niega la posibilidad para remontar a escalas superiores, en las cuales el sufrimiento, el dolor y la muerte adquieren al valor positivo de sacrificio y de medio necesario para una vida superior y transcen­dente. Un eje paralelo al de felicidad-sacrificio lo constituye el de autorrealización-amor. Nuevamente, el pensamiento inmanen­tista supone que el propósito principal de la acción intencional es la realización personal, a la cual el amor debe subordinarse. Por el contrario, una perspectiva transcendente confiere igual importancia a ambos propósitos, y afirma incluso que la realiza­ción personal se obtiene mediante la entrega de amor y que, por el contrario, la acción egocéntrica estructura personalidades infelices.


Las escalas de la conciencia


El ejercicio de la libertad es inédito y original; surge, en una primera escala, de la conciencia de sí y, más intensamente, de la conciencia profunda. A pesar de ser un producto más de la evolución del universo, el ser humano puede llegar a tener con­ciencia no sólo de las cosas que existen en el universo, como ocurre con todos los animales en mayor o menor grado, sino también de su misma constitución y de sus límites. Pero además, el ser humano es el único ser que puede mirarse a sí mismo, indepen­diente de las cosas y llegar a tener conciencia íntima y profunda de sí.

La calidad de persona, en el sentido griego del concepto –por la cual un ser humano es sujeto de acciones intencionales, constituyéndose en un ser único y singular, erigido sobre sí mismo–, depende del desarrollo y profundización de su conciencia. Un ser humano no es únicamente una estructura que es funcional a causa de la funcionalidad de sus subestructuras. En él se puede dar una estructuración de su conciencia que no depende de la agregación de nuevas subestructuras, sino de una reconcentración de sí mismo que genera nuevas perspectivas y proyecciones en una escala superior de conciencia. A este respecto podríamos distinguir tres tipos de conciencia: la con­ciencia de lo otro, la conciencia de sí y la conciencia profunda. Estas categorías no deben confundirse con aquellas propuestas por Sigmund Freud (id-ego-superego y subconciencia-preconciencia-conciencia) para describir fenómenos conductuales en la perspec­tiva del psicoanálisis.

En general conciencia es una función de la estruc­tura psíquica generada por el sistema nervioso central en virtud de la cual la persona no solo es capaz de poseer una actitud atenta, vigilante de su entorno, que le permite ubicarse espacial y temporalmente, al tiempo de valorar el posible beneficio o peli­gro que encierran las cosas que allí percibe, sino que unifica toda su actividad psíquica. Indudablemente, la conciencia es una forma de designar el funcionamiento de una cantidad de contenidos de conciencia desde el punto de vista del presente. Relaciona activamente, según parámetros espacio-temporales, la multiplicidad de sensaciones, imágenes, ideas y sus relaciones que el contacto con el mundo externo suministra, y las compara continuamente con los contenidos, en sus distintas escalas, evocados por la memoria.

Formalmente, la conciencia es la capacidad que posee un sujeto para adquirir la presencia de un objeto. La capacidad se refiere a la función de una estructura; en este caso, la estructura es la cognitiva; por tanto, la conciencia se refiere a la cognición. La posesión en este caso es una representación psíquica del objeto que se origina en las sensaciones que recibe de un objeto y que estructura o elabora en percepciones, imágenes y conceptos. El sujeto es el ser que contiene la estructura cognitiva. La adquisición es el acto cognitivo. La presencia es la invasión del sujeto en el campo de sensación del sujeto. El objeto es todo lo que se pone al alcance del sujeto, como causa de las sensaciones del sujeto, pudiendo ser partes de estructuras, estructuras individuales o el conjunto de las estructuras, tanto actualmente como surgidas de la memoria del sujeto.

El objetivo de la conciencia es unificar tanto la continua y permanente información de la realidad que llega a través de los órganos de sensación como la información suministrada por la memoria. También la conciencia está presente en la elaboración de nuevos contenidos de conciencia (percepciones, imágenes, ideas, relaciones lógicas y relaciones ontológicas). En fin, la conciencia, en posesión de todo este conocimiento, puede ejercer un efectivo control sobre la acción.

La conciencia se distingue del sueño, aunque en ambas fluyen contenidos de conciencia; pero en el sueño no existe el control unificador de la conciencia ni la percepción actual de la reali­dad, sino que refleja simbólicamente las preocupaciones cotidia­nas. En síntesis, conciencia es el conocimiento que tiene un individuo de ser sujeto de relaciones causales que pueden compro­meter su existencia en cualquier grado, ya sea como causa o como efecto.


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NOTAS:
Todas las referencias se encuentran en Wikipedia.
Este ensayo corresponde al Capítulo 1. “La acción intencional” y parte del Capítulo 2. “La autodeterminación”, del Libro VII, La decisión de ser (ref. http://www.decisionser.blogspot.com/).